Agua limpia
Las moscas se arremolinan al amparo de las
mulas. Las mozas se arremangan la blusa y las enaguas para clavar las rodillas
frente al lavadero. Cuando acaban, los baldes repletos de ropa blanca y limpia
parecen enormes bocaditos de nata, de los que se ven en los escaparates de las
pastelerías de la ciudad. Al volver unas reparten la carga a lomos de las
bestias; otras se colocan los barreños sobre la cabeza e inician un sugerente
contoneo mientras suben hacia el pueblo. Una cohorte de chavales les siguen a
hurtadillas y un rumor de enjambre las envuelve hasta que llegan a la casa del coronel.
Allí la algarabía se pone de puntillas y un silencio, parecido al que acompaña
al Cristo hasta la ermita la noche de jueves Santo, envuelve al cortejo. Las
caderas de las chicas abandonan su vaivén, los zagales espías toman el camino
de las eras, las caballerías rehúsan el paso. Un miedo atávico atraviesa las
ventanas selladas con un aspa de tablones carcomidos. Un cartel de peligro
avisa del posible derrumbe de la tapia y de los muros repletos de grietas. La
memoria de las piedras evoca el hambre del antiguo inquilino de la casa, su
gusto por el dulce. Nadie entonces advirtió de la celada. La turba de insectos
se vuelve insoportable. Las lavanderas tensan los arreos y la recua continúa, a
duras penas, hasta alcanzar la calle de la iglesia.