sábado, 9 de julio de 2016

Viernes Creativo


Esta es la propuesta que nos hace Ana Vidal para los Viernes Creativos que maneja estos días de forma interina:

"Es en vacaciones cuando tenemos tiempo para pensar en cambiar de vida. ¿Qué historias te sugiere esta ilustración de Rosa Fuster Serquera “Volver a empezar”?
La imagen nos la hace llegar Toni Mascarell, ¡gracias!"


La ilustración es magnífica y a mí me ha sacado esta historia...



El color del carbón 

Todavía recuerdo a mi padre subir de la mina. Aquel camino abrupto, lleno de lazadas que iban y venían hasta morir en la casa. La más alta, la más alejada, la más sombría de una aldea creada de sombras. La mayor parte de sus compañeros de turno gastaban parte de la paga en la cantina de al lado del río, donde el molino. Allí se emborrachaban para luego, casi de madrugada, volver al redil y quedarse dormidos sobre los cuerpos abúlicos de sus mujeres. Él no. Allí vivíamos al día, porque al día siguiente podíamos haber muerto. Él, cada anochecer, me daba lo justo para los gastos del día siguiente y lo demás lo ahorraba para, los sábados en el mercado del condado, comprar pinceles y lienzos, moletas y espátulas, aceites y pigmentos. Verde de París, bermellón, rojo veneciano, amarillo de cadmio, azul egipcio, alizarina, cochinilla, púrpura de Tiro. No sé para qué tantos, si al final todo, en aquellas tierras, quedaba teñido de gris. Un gris opresor que velaba desde el prado hasta el cielo, desde los torrentes hasta los pájaros. Como grises se volvían sus telas: reiterativas, enfermizas, fastidiosas, excesivas. Un mes después de irse ella, salió de su letargo. «Ahora tú ocuparas su lugar», me dijo, y llevó todas mis cosas al arcón que compartían, al lado del catre sobre el que habían dormido juntos tanto tiempo, sobre el que un día me engendraron, sobre el que me habían traído a este mundo un día no muy preciso de una mañana, también gris, de invierno, hacía quince años. Nada más verle asomar lo preparaba todo. Calentaba el agua para que pudiera lavarse, preparaba su blusón de pintar, su paleta de mezcla, sus colores, y me volvía a poner aquella ropa de otro tiempo, cenicienta, marchita, con la que él quería recordarla. Cuando entraba ya me encontraba posando. Siempre. En la misma postura abandonada que me había enseñado. Al llegar se lavaba con pulcritud, se ponía ropa limpia y se calzaba aquel blusón azul que se había hecho traer de París. Mezclaba y mezclaba y, por más colores que utilizara, solo conseguía ir del perla al marengo, del azulado al francés. Nunca fue capaz, a pesar del parecido que decía que teníamos, de volver a recordar su cara, pintar sus ojos, perfilar sus labios, matizar su pelo. Impotente, me mandaba desnudarme e insistía en que me acostara. Luego, también desnudo, se echaba sobre mí y lloraba lágrimas de carbón, cada noche, cada año, hasta convertirme, un día, en esta mancha imprecisa que todo lo difumina.

Rosa Fuster Serquera

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